Saturday, June 25, 2011

Contra el relato oficial

Historiografía

Contra el relato oficial
Rafael Rojas
Ciudad de México 25-06-2011 - 12:46 pm.

Los últimos libros de Fidel Castro encarnan la decrepitud de la historia
oficial cubana.

Castro.

Todos los regímenes políticos y todos los gobiernos, democráticos o no,
apelan para su legitimación a una historia oficial. Esta última es
resultado de un procesamiento de los consensos historiográficos por
parte de las instituciones políticas, educativas y mediáticas de la
esfera pública de cualquier país. En las democracias, naturalmente, las
posibilidades de impugnación de las narrativas oficiales son mayores que
en los regímenes autoritarios o totalitarios, ya que la libertad de
expresión y la autonomía jurídica de las instituciones culturales
pluralizan la circulación de discursos históricos y limitan la
construcción de relatos hegemónicos. El global adelgazamiento ideológico
de los estados, que ha producido el fin de la Guerra Fría en las dos
últimas décadas, hace más competido el mercado intelectual y, por tanto,
más disputada la construcción de hegemonías de la memoria.

Incluso en un país como Cuba, donde persiste desde hace medio siglo un
sistema político no democrático, es posible detectar algunos síntomas de
ese adelgazamiento ideológico, aunque la ansiedad de legitimación
simbólica siga siendo notable. En las dos últimas décadas, también en
Cuba se han pluralizado los discursos públicos y, en el caso de la
producción y circulación del saber histórico, esa creciente pluralidad
se refleja en una mayor autonomía de la historiografía académica
respecto a la historia oficial, y en una representación más incluyente y
menos teleológica de los actores del pasado en las ciencias sociales.
Como componente del aparato de legitimación, el relato oficial no ha
desaparecido, pero poco a poco va reduciendo su esfera de influencia a
la prensa, la radio y la televisión y pierde capacidad de reproducción
en la educación superior y el campo intelectual.[1]

Bastante sintomático del debilitamiento de los mecanismos de
legitimación histórica del régimen cubano es la cada vez mayor
limitación del mismo, ya no a Granma, Juventud Rebelde, la Televisión
Nacional o las editoriales del Consejo de Estado, sino al círculo de
colaboradores personales de Fidel Castro. Mientras los historiadores
académicos refundan una institución del antiguo régimen, la Academia de
Historia de Cuba, y reclaman, con o sin ambivalencia, el concepto
"tradicional" o inorgánico de "autonomía" para la misma, el partidismo
histórico del discurso oficial se refuerza en el centro simbólico del
poder: la persona de Fidel Castro. Los recientes libros La victoria
estratégica (2010) y La contraofensiva estratégica (2010), escritos por
el propio Castro con la colaboración de asesores históricos como Pedro
Álvarez Tabío, Rolando Rodríguez y Katiushka Blanco, y editados por el
Consejo de Estado, son la mejor prueba de la cada vez más limitada
subsistencia de la historia oficial en Cuba.

Limitada subsistencia, por la cada vez menor receptividad de ese relato
en los medios académicos e intelectuales, que hasta hace poco eran su
principal correa de trasmisión. Pero subsistencia al fin, ya que esos
libros, lo mismo que el todavía reciente Biografía a dos voces (2006) de
Ignacio Ramonet, así como aquellas "reflexiones" que tratan de temas
históricos, contienen la historia oficial cubana in nuce y son editados
y subsidiados en cientos de miles de ejemplares y reproducidos por los
principales medios de comunicación.

El excepcional rango de circulación que alcanzan esos documentos es
suficiente para constatar su rol proselitista y pedagógico, su
funcionalidad de constitución o preservación ideológica de una
ciudadanía leal y, por tanto, de afianzamiento de la legitimidad por
vías narrativas. Esa literatura oficial es la mejor prueba de que en
Cuba, a diferencia de cualquier democracia, la Constitución y las leyes
no son suficientes para garantizar la legitimidad y ésta debe ser
constantemente abastecida por un relato hegemónico del pasado, que
justifique la falta de libertades en el presente.

La historia in nuce

Dicho relato, tal y como aparece en sus textos, podría resumirse de la
siguiente manera. Cuba fue colonia de España de 1492 a 1898 y a partir
de ese año pasó a ser colonia de Estados Unidos. Durante el siglo XIX
los cubanos intentaron independizarse y el proyecto nacional más
completo de aquella centuria, elaborado por José Martí, contempló, no
solo la independencia de España, sino, también, de Estados Unidos, ya
que "el Apóstol" advirtió que la soberanía de la Isla pasaría de manos,
entre Madrid y Washington, si su revolución no triunfaba. Con la
intervención norteamericana de 1898 se frustró aquel proyecto nacional,
que intentó ser retomado por algunos líderes de los años 20 y 30, como
el comunista Julio Antonio Mella y el socialista Antonio Guiteras —los
dos políticos de la primera mitad del siglo XX más jerarquizados en esta
genealogía.[2] Aquella revolución, que intentó retomar el proyecto de
Martí también fracasó por obra de Estados Unidos, la oligarquía insular
y políticos autoritarios o corruptos como Fulgencio Batista, Ramón Grau
San Martín y Carlos Prío Socarrás.

Así como los separatistas del siglo XIX debieron enfrentarse, no sólo a
España y a Estados Unidos, sino a "corrientes reformistas, autonomistas
y anexionistas", que no eran "revolucionarias", aquellos líderes de los
años 20 y 30 tuvieron que enfrentarse al imperialismo, la dictadura de
Machado, la oligarquía y los "pseudorrevolucionarios".[3] Estos últimos
serían casi todos los políticos de origen antimachadista y de ideología
liberal y democrática que conformaron gobiernos u oposiciones, entre
1940 y 1958, bajo las presidencias de Grau, Prío y Batista. En Biografía
a dos voces, se hace una excepción con Eduardo Chibás, quien personifica
la lucha contra la corrupción dentro de los límites de la "democracia
burguesa", pero en la más reciente introducción a La victoria
estratégica (2010), el juicio sobre aquella generación es tajante:

"Cuba no era un país independiente en 1953. Las ideas de Martí habían
sido traicionadas por los políticos de la República. La mayoría de los
revolucionarios antimachadistas o antibatistianos de los años 30 se
habían vuelto pseudorrevolucionarios. El único partido que poseía una
visión revolucionaria era el comunista pero estaba aislado. De ahí que
era preciso lanzar un programa revolucionario por fuera de ese partido
para ganar a la mayoría de la población y luego conducir un cambio
revolucionario por la vía socialista."[4]

En todos estos textos se reitera el núcleo simbólico de la historia
oficial, que no es otro que la ficción de que en Cuba solo ha existido
una revolución, que estalló en octubre de 1868 y que, luego de varias
frustraciones, triunfó el 1° de enero de 1959. A Ramonet se lo repite su
célebre entrevistado, tautológicamente: "el 10 de octubre de 1868 es
donde nosotros decimos que comienza —y yo lo dije—la Revolución".[5] En
La victoria estratégica, se asegura, incluso, que desde 1953 aquellos
líderes llegaron persuadirse de que la única manera de hacer que esa
Revolución, secularmente frustrada, triunfase, era por medio de un
proyecto marxista-leninista: "fue necesario comenzar de cero. Disponía
ya desde que me gradué de bachiller, y a pesar de mi origen, de una
concepción marxista-leninista de nuestra sociedad y una convicción
profunda de la justicia".[6]

Ese comenzar de cero era la única manera de retomar el hilo de una
historia cifrada, que debía desembocar en el socialismo. Solo que este
último sistema no podía ser abiertamente defendido, dado el fuerte
anticomunismo que Washington había trasmitido a la opinión pública de la
Isla y que le restaba popularidad a la corriente comunista
prerrevolucionaria.

La plasmación de un proyecto político no comunista, en todos los
documentos del Movimiento 26 de Julio, en los pactos que firmó esta
organización con otras de la oposición antibatistiana, como el
Directorio Revolucionario o el Partido Auténtico, y en diversas cartas,
artículos y declaraciones a la prensa nacional y extranjera del propio
Fidel Castro, entre 1953 y 1960, es presentada en esta bibliografía, no
como una orientación ideológica real de aquel movimiento, sino como una
imagen de moderación, deliberadamente asumida por líderes comunistas
que, para lograr sus fines, debían ocultarlos.

Expresidente Ramón Grau San Martín.En un pasaje sumamente revelador del
segundo libro, La contraofensiva estratégica (2010), se sostiene que
todos aquellos políticos antibatistianos que, de una u otra forma, se
opusieron a ese proyecto socialista no declarado, entre 1953 y 1960,
fueron borrados por la historia. A propósito de Ramón Grau San Martín,
Carlos Márquez Sterling y otros líderes auténticos u ortodoxos que
participaron, como opositores a Batista, en las elecciones de 1954 o
1958, Fidel afirma: "poco tiempo después de la derrota batistiana, en
diciembre de 1958, nadie más se acordó de ellos. Las nuevas generaciones
no han oído mencionar nunca sus nombres".[7] Que la ciudadanía de la
Isla desconozca a esos políticos del pasado cubano no sólo no es malo
sino que es inevitable, ya que los mismos, por oponerse al curso natural
de la historia, fueron sepultados por ésta.

Recordables y olvidables

La historia oficial procede, pues, por medio de una selección ideológica
y moral de los actores del pasado, en la que son recordados los que
integran la genealogía del poder y caen en el olvido los que no forman
parte de la misma. Dicho relato funciona, en buena medida, como una
corte del Juicio Final, que decide la suerte de los sujetos históricos y
los distribuye entre infierno y paraíso, memoria y olvido. La falta de
correspondencia entre esa manera de historiar un país y los métodos
académicos de la historiografía no podría ser más notable. Muy pocos
historiadores serios, marxistas, liberales, postmodernos o de cualquier
orientación ideológica o metodológica, estarían de acuerdo con
clasificar a los actores de un pasado nacional en recordables u olvidables.

Pero más allá de esta incongruencia, la historiografía académica
difícilmente podría aceptar otras premisas del relato oficial como la de
la única revolución, entre 1868 y 1959, la del mismo proyecto nacional
de José Martí a Fidel Castro o la de la ausencia de soberanía entre 1902
y 1959. Es indudable que la Enmienda Platt limitó la soberanía cubana
entre 1902 y 1934 —año en que fue derogada— por medio del derecho de
intervención de Washington en caso de guerra civil y de la subordinación
a Estados Unidos de las relaciones internacionales de la naciente
República. Pero, en aquellas tres décadas, el Estado cubano tampoco
careció de toda autodeterminación en sus políticas internas y externas,
como puede comprobarse, por ejemplo, durante los años en que Manuel
Sanguily fue Secretario de Estado del presidente José Miguel Gómez.

La historiografía académica producida dentro y fuera de la Isla da
cuenta de que la vida social, económica, política y cultural de Cuba,
entre 1902 y 1958, fue intensísima y no puede ser reducida al contexto
de una colonia norteamericana. Durante las primeras décadas
revolucionarias, la historiografía marxista intentó desarrollar el
concepto de neocolonia que, por lo menos, matizaba el grado de
dependencia de Estados Unidos durante aquel medio siglo. Sin embargo, en
las versiones más difundidas de la historia oficial, que son las que
aparecen en los textos comentados, esa matización es abandonada por la
identidad entre el pasado prerrevolucionario y el estatuto colonial, que
niega toda capacidad de agencia a los actores políticos republicanos.

Comenzar de cero implicaba, para los líderes históricos de la
Revolución, un nuevo diseño del calendario nacional a partir,
precisamente, de un año cero: 1959. Todo lo sucedido antes de ese año,
salvo aquello que sirviera de anuncio o profecía, debía ser referido al
pasado colonial y, por tanto, capitalista, burgués, corrupto y
"prenacional" de la Isla. Con la Revolución comenzaba, propiamente, la
fundación del Estado y sus líderes eran, ni más ni menos, los padres
fundadores de la "verdadera nación". La difusión mundial que en el
último siglo ha alcanzado esa premisa, que desde el punto de vista de
las ciencias sociales o la historia política podemos calificar como
"falsa", solo puede explicarse por medio del mito. Un mito que, como
todos los mitos, no es lo contrario de la realidad sino la
hiperbolización de un aspecto de la realidad.

Fueron muchos los intelectuales cubanos, latinoamericanos, europeos o
norteamericanos que, en las tres primeras décadas del socialismo,
contribuyeron a la escritura de esa mitología. Jean-Paul Sartre, Charles
Wright Mills, Ezequiel Martínez Estrada, Eduardo Galeano, Cintio Vitier
o Roberto Fernández Retamar serían solo algunos nombres. Dentro de la
Isla, buena parte de la historiografía académica y el ensayo político
(Julio Le Riverend, Jorge Ibarra, Ramón de Armas, Oscar Pino Santos,
Lionel Soto, Francisco López Segrera, Fernando Martínez Heredia, Pedro
Pablo Rodríguez…) también intervino en el apuntalamiento de la ficción
de una revolución única, en la estigmatización del período republicano o
en el acoplamiento doctrinal entre José Martí y el marxismo-leninismo.
Una versión simplificada y burocrática de las ideas de estos autores
pasó al lenguaje de ideólogos y dirigentes del gobierno y el Partido
Comunista de Cuba.

En las dos últimas décadas, esa formación discursiva ha ido perdiendo,
gradualmente, fuerza y sofisticación, en buena medida porque algunos de
sus impulsores se han acercado a la historiografía crítica. Es por ello
que en Biografía a dos voces, La victoria estratégica y La
contraofensiva estratégica la historia oficial aparece ya como una
caricatura de sí misma. Una caricatura en la que la personalización de
la historia cubana se acentúa por el tono autobiográfico que predomina
en los tres libros mencionados. Fidel Castro, que es un actor del
pasado, carece, naturalmente, de la objetividad del historiador y sus
juicios sobre Manuel Urrutia, Huber Matos o Carlos Franqui, por poner
solo tres ejemplos, poseen una textura inadmisible en el lenguaje
académico.[8] Las nuevas generaciones de aspirantes a historiadores
oficiales son, por lo visto, incapaces de producir obras equivalentes a
las de sus antecesores de los 60, 70 y 80 y prefieren convertir las
parciales memorias del líder en libros de texto de la "verdadera
historia patria".[9]

Integración y exclusión

Un buen ejemplo de la fragilidad con que actualmente se proyecta la
historia oficial es la categoría "Personajes históricos de Cuba" de la
así autoconcebida "wikipedia cubana", Ecured. Que dos dictadores como
Gerardo Machado y Fulgencio Batista sean llamados dictadores es
comprensible, aunque no lo es tanto que sus breves períodos de gobierno
solo representen miserias para Cuba. Pero que líderes civiles,
democráticamente electos, como Alfredo Zayas, Ramón Grau San Martín y
Carlos Prío Socarrás, sean reducidos a "presidentes de la república
neocolonial cubana", que promovieron la "corrupción, la injerencia, el
soborno y el gangsterismo", no es contribuir al conocimiento histórico
de un país sino propagar caricaturas y estereotipos.

La categoría "Personajes históricos de Cuba" responde a un criterio tan
caprichoso y, con frecuencia, tan injusto de selección que ningún
historiador medianamente serio podría admitir. ¿Por qué en la misma
aparecen José Antonio Saco y Enrique José Varona y no Jorge Mañach o
Fernando Ortiz? ¿Por qué se juzga subjetivamente y sin el menor respaldo
documental la "falta de tacto", el "oportunismo", "el conservadurismo" o
la "confusa actuación" de Manuel Urrutia Lleó, primer jefe de Estado de
la Revolución en 1959? ¿Por qué tantos líderes religiosos y cívicos,
involucrados en la oposición pacífica a la dictadura de Batista, muchos
de los cuales a partir de 1957 o 1958 apoyaron a Fidel Castro y el
Ejército Rebelde, siguen siendo invisibilizados?

¿Por qué figuras importantes del movimiento autonomista del siglo XIX,
como Rafael Montoro, Eliseo Giberga o Rafael María de Labra —quien fue
más republicano y abolicionista que muchos separatistas de su
generación—, o del anexionista, como José Ignacio Rodríguez y Néstor
Ponce de León, no son "personajes de la historia de Cuba"? ¿Por qué se
borran, incluso, líderes de la Revolución de 1959, como los comandantes
Huber Matos y Humberto Sorí Marín, del Movimiento 26 de Julio, y Rolando
Cubela, del Directorio Estudiantil Revolucionario? ¿Por qué sigue
viviendo en el limbo de la historia nacional una personalidad tan
influyente en la vida política cubana entre 1940 y 1959, como Carlos
Márquez Sterling, Presidente de la Asamblea Constituyente de 1940 y
opositor pacífico a la dictadura de Batista?

Las inclusiones y exclusiones de Ecured reflejan con lealtad la idea de
la historia que, personalmente, posee Fidel Castro y que es la que, en
el último medio siglo, se ha trasmitido a las instituciones culturales y
educativas de la isla. Es la idea que se plasma, por ejemplo, en dos
artículos recientes aparecidos en Granma, Juventud Rebelde, Cubadebate,
La Jiribilla y otras publicaciones oficiales, titulados "La batalla de
Girón I y II". Aquí Castro reitera el principio de que la insurrección
por él encabezada contra la dictadura de Batista, entre 1957 y 1958, y
la resistencia a la invasión de la Brigada 2506, por Bahía de Cochinos,
en la primavera de 1961, respondieron a una misma meta: defender la
"independencia y la justicia que durante casi un siglo había buscado el
pueblo cubano".[10]

Castro enmarca, por tanto, el triunfo de enero del 59 y la derrota del
grupo invasor en abril del 61 dentro de un mismo ciclo histórico,
iniciado con la intervención de Estados Unidos en la guerra
hispano-cubano, en 1898, el "engaño" de la Joint Resolution, el Tratado
de París, el desarme del Ejército Libertador y la Enmienda Platt. Poco
importa que esta última hubiera sido abolida en 1934 —dato que Castro
deliberadamente ignora con frecuencia— ni que la documentación política
del Movimiento 26 de Julio y el propio texto de La historia me absolverá
(1954) no identificaran la lucha contra la dictadura de Batista con
aquella epopeya secular por la independencia de Cuba. En la memoria
ideológica de Castro la oposición armada al régimen autoritario de
Batista se metamorfosea en una cruzada política contra la República:

"Nosotros no disponíamos de un ejército nacional en nuestro país. Al
finalizar lo que los historiadores en Cuba denominaban la Tercera Guerra
de Independencia —en la que el ejército colonial español derrotado y
exhausto solo podía conservar ya, a duras penas, el control de las
grandes ciudades—, la metrópoli arruinada, a miles de millas de
distancia, no podía mantener una fuerza casi igual a la de Estados
Unidos en Vietnam, al final de la guerra genocida que llevó a cabo en
esa antigua colonia francesa. Es en aquel momento que Estados Unidos
decide intervenir en nuestro país. Engaña a su propio pueblo, al de Cuba
y al mundo, con una declaración conjunta en la cual se reconoce que
Cuba, de hecho y de derecho, debía ser libre e independiente. Firma en
París un acuerdo con el gobierno colonial y vengativo de la España
derrotada, y desarma al Ejército Libertador mediante soborno y engaño.
Con posterioridad, se le impone a nuestro país la Enmienda Platt, la
entrega de puertos para uso de su armada, y se le otorga la supuesta
independencia, condicionada por un precepto constitucional que le
concedía al gobierno de Estados Unidos el derecho a intervenir en Cuba.
Nuestro valeroso pueblo luchó en solitario, tanto como el que más en
este hemisferio, por su independencia frente a la nación que, como
expresó Simón Bolívar, estaba llamada a plagar de miseria a los pueblos
de América en nombre de la libertad. En Cuba había un ejército
entrenado, armado y asesorado por Estados Unidos. No diré que nuestra
generación posea más mérito que alguna de las que nos precedieron, cuyos
líderes y combatientes fueron insuperables en sus luchas heroicas. El
privilegio de nuestra generación fue la oportunidad de probar, por azar
más que por méritos, la idea martiana de que 'un principio justo desde
el fondo de una cueva, puede más que un ejército'".[11]

No hay en todo el escrito de Fidel Castro sobre Playa Girón el menor
intento de distinguir las distintas fases de la historia republicana
(1902-1958) ni de discernir entre la lucha en la Sierra Maestra contra
la dictadura de Batista y la construcción del socialismo a partir de
1961. Cualquier periodización política elemental, a partir de la
cultura, la mentalidad o los intereses de actores históricos concretos,
es inconcebible dentro de la fantasía de una isla llamada a derrotar un
imperio. El "principio justo", que en José Martí representaba el fin del
régimen colonial y esclavista español y la construcción de una república
democrática, desde las ideas e instituciones de fines del siglo XIX y
principios del XX, es asimilado en esta mitología a la misión
providencial de la resistencia a Estados Unidos y el advenimiento del
comunismo.

Del pueblo metahistórico a la memoria del caudillo

En cualquier democracia contemporánea las distancias entre los usos
personales de la historia de un estadista y la escritura y difusión de
la historia divulgativa y profesional suele ser suficientemente holgada.
En el caso de Cuba, sin embargo, donde Fidel Castro, desde su retiro,
sigue jugando un rol protagónico dentro del aparato de legitimación
simbólica, no es así. Los escritos de Castro son capítulos visiblemente
ubicados en el centro de una discursividad histórica oficial, que se
reproduce en los medios de comunicación electrónicos e impresos, en las
instituciones de educación primaria, secundaria y —en menor medida—
superior e, incluso, en una zona ortodoxa de las ciencias sociales.

Esos resortes simbólicos del poder llegan a familiarizarse tanto con la
sintonía entre historia nacional y memoria personal de Castro que, con
frecuencia, se pierde la separación entre ambas. La saludable distinción
entre memoria e historia, recomendada por Paul Ricoeur, Pierre Nora y
otros historiadores contemporáneos para cualquier ciudadano o para la
república misma, se deshace en el relato fidelista de la historia. Un
relato construido por quien ejerció la jefatura del Estado cubano por
casi medio siglo y que todavía hoy abastece parte considerable de la
simbología oficial.

En la segunda parte del ya citado texto La batalla de Girón (2011),
Castro recurre a la documentación reunida por el historiador oficial
Pedro Álvarez Tabío, en la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de
Estado de la Isla, para narrar la "verdadera historia" de los sucesos de
abril de 1961. Sin embargo, esa "verdadera historia" no es más que el
conjunto de mensajes que el propio Castro intercambió con la oficialidad
cubana mientras dirigía la defensa contra el desembarco de la brigada de
exiliados cubanos por las costas de Playa Larga y Playa Girón. En un
momento del relato, Castro confiesa: "es difícil escribir sobre los
acontecimientos históricos cuando muchos de los protagonistas
principales han fallecido o no están en condiciones de testimoniar sobre
los hechos".[12]

Para Castro, por tanto, la historia es memoria o, más específicamente,
testimonio. No de los ciudadanos o las comunidades que reproducen
diariamente la vida social sino de los líderes revolucionarios que, con
visión cesarista o napoleónica, supieron "interpretar" las claves de su
tiempo y conducir a la nación a su destino.

¿Qué tiene que ver esta idea caudillesca de la historia con Marx, con
Engels o con filósofos e historiadores marxistas del siglo XX como
Walter Benjamin o Eric Hobsbawm? Nada. La idea fidelista de la historia
cubana, que transcriben no pocos historiadores oficiales de la isla que
se autodenominan "marxistas", es, en todo caso, un eco apagado de la
filosofía heroica de la historia decimonónica, que defendieron
pensadores románticos como Thomas Carlyle o Ralph Waldo Emerson, y que
hicieron popular, en el pasado siglo, biógrafos como Emil Ludwig o
Stefan Zweig.

A diferencia de Lenin, Stalin, Mao o cualquier otro líder comunista del
siglo XX, incluido, por supuesto, el Che Guevara, Fidel Castro no
asimiló nunca el pensamiento marxista. Sus apelaciones al mismo, durante
el periodo soviético sobre todo, fueron impostadas, exteriores: una
reiteración mecánica de conceptos, en la que la propia oratoria
personalísima de Castro se desdibujaba. El verdadero punto de conexión
intelectual de Castro con el estalinismo o el maoísmo no ha sido la
teoría marxista sino el culto a la personalidad. Una vulgar exaltación
de sí, compatible con el meollo mesiánico y maniqueo del nacionalismo
revolucionario y con la embrutecedora metafísica del único marxismo que
ha circulado libremente en Cuba en el último medio siglo: el soviético.

En escritos políticos y discursos memorables del joven Fidel, como La
historia me absolverá (1954) o la Primera Declaración de La Habana
(1960), el sujeto de la historia de Cuba era el "pueblo" metahistórico,
siempre dado, idéntico e inmutable, que se había levantado en armas
contra el colonialismo español en 1868 y 1895, contra la dictadura de
Machado en 1933 y contra la de Batista en 1959. En la idea del devenir
nacional del anciano Castro, plasmada en las "Reflexiones", el sujeto de
la historia es el propio líder, toda vez que su memoria personal se ha
confundido, irremediablemente, con la trama del pasado. Poco a poco la
historia oficial cubana experimenta un desplazamiento similar: su sujeto
ya no es el pueblo sino el caudillo: Fidel.

Legitimidad y oposición

Una de las características de las dos últimas décadas postcomunistas es
que mientras esa historia oficial se caricaturiza en los medios de
comunicación y se abandona en el campo intelectual y académico, la
oposición al gobierno cubano se vuelve mayoritariamente pacífica y
desecha la confrontación de la ilegitimidad del régimen. La mayoría de
los opositores, desde luego, piensa que el gobierno cubano es ilegítimo,
desde el punto de vista democrático, pero no se enfrenta al mismo como
si se tratara de un régimen de facto que debe ser derrocado por la
fuerza. Pudiera afirmarse la paradoja de que, en los últimos años,
cuando la legitimidad jurídica del Estado logra imponerse más
claramente, la legitimidad ideológica del socialismo, basada en la
historia oficial, experimenta su mayor agotamiento.

La paradoja nos devuelve a la relación entre legitimidad e historia,
anotada al inicio de este ensayo. La historia oficial, como discurso de
legitimación de un régimen no democrático, cumple, entre otras
funciones, la de mantener viva, en la memoria ciudadana, la guerra
civil, la stasis, es decir, la fractura de la comunidad provocada por el
orden revolucionario. De ahí que en ese discurso sean tan frecuentes la
clasificación de los sujetos del pasado en amigos y enemigos, héroes y
traidores, patriotas y antipatriotas, y la conexión genealógica entre
estos y los partidarios u opositores del régimen en el presente. Una vez
que los opositores abandonan la stasis y contraponen pacíficamente a la
legitimidad totalitaria una legitimidad democrática, la historia oficial
comienza a perder receptores y, lo que es más grave, comienza a perder
el respaldo de la historiografía académica, que le servía de caja de
resonancia.

Dado que la falta de democracia en Cuba continuará por algún tiempo, no
habría que descartar que el debilitamiento de la historia oficial se
incorpore a las tácticas de normalización del totalitarismo que aplica
la élite del poder. En foros académicos internacionales, por ejemplo, ya
se escuchan voces oficiales que aseguran que en Cuba no existe una
historia oficial sino un conjunto de interpretaciones marxistas del
pasado. Lo cual es cuestionable, por lo menos, en tres sentidos: la
historia oficial sí existe —como prueban las publicaciones históricas
del Consejo de Estado—, dicha historia no es marxista sino burdamente
nacionalista y algunos de los marxistas serios que quedan en la Isla no
suscriben el relato hegemónico de esa historia oficial.

El fenómeno de la decadencia de la historia oficial cubana debería ser
estudiado como parte de la recomposición del campo intelectual que se
está viviendo, actualmente, dentro y fuera de la Isla. Es difícil, tan
siquiera, sugerir que dicha recomposición tenga alguna incidencia
directa en la producción de un cambio político o una transición a la
democracia. Ese tipo de fenómenos parecen ser más característicos del
prolongado fin de un régimen que del surgimiento de uno nuevo. Podemos
asegurar, sin embargo, que la reescritura de la historia cubana ya
comenzó, aunque sus principales aciertos permanezcan inaccesibles a la
mayoría de los ciudadanos de la Isla. Solo cuando esa reescritura de la
historia logre constituir un público en la Isla, la pluralización de la
memoria se volverá tangible y favorecerá la democratización cubana.

[1] Para un recorrido por la historiografía crítica reciente, dentro y
fuera de la isla, ver mi capítulo, "El debate historiográfico y las
reglas del campo intelectual en Cuba", en Araceli Tinajero, Cultura y
letras cubanas en el siglo XXI, Madrid, Iberoamericana/ Vervuert, 2010,
pp. 131-146.

[2] Ignacio Ramonet, Fidel Castro. Biografía a dos voces, Barcelona,
debate, 2006, pp. 65-78.

[3] Ibid, p. 29.

[4] Fidel Castro. La victoria estratégica, La Habana, Consejo de Estado,
2010.

[5] Ignacio Ramonet, Op. Cit, p. 32.

[6] Fidel Castro, Op. Cit.

[7] Fidel Castro, La contraofensiva estratégica, La Habana, Consejo de
Estado, 2010.

[8] Ignacio Ramonet, Op. Cit, pp. 518-519.

[9] Enrique Ubieta, "Los héroes y la historia total", Cubadebate, 25/
10/ 2010.

[10] Fidel Castro, "La batalla de Girón", I, (15/ 4/ 2011).

[11] Ibid.

[12] Fidel Castro, "La batalla de Girón". II (25/ 5/ 2011).

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Este ensayo pertenece al volumen El otro paredón. Asesinatos de la
reputación en Cuba (Eriginal Books LLC, Miami, 2011).

http://www.ddcuba.com/cultura/5439-contra-el-relato-oficial

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