06-09-12 | Política
Infancia de privilegios en el Habana Libre de Cuba
Por Martín Guevara
Martín Guevara, sobrino del Che, relata cómo recibió un trato de elite
-muy alejado de los ideales igualitarios pregonados por el castrismo-
mientras estaba exiliado en la isla
Lo que sigue es un relato sobre aquellos años pasados por el autor en La
Habana, a mediados de los 70, con su madre y sus hermanos, ya que su
padre, Juan Martín, hermano menor de Ernesto Guevara, regresó a Buenos
Aires luego de poner a salvo a su familia y fue detenido, permaneciendo
en prisión durante todo el Proceso militar.
En el Hotel había varios cabecillas de organizaciones revolucionarias a
nivel mundial cuyos hijos terminaban formando una pandilla, pero ninguno
tan perfecto como Ronnie, a excepción de Fernando y por supuesto de mí.
Pasábamos el día molestando a la mayor cantidad posible de personas,
ya fuese tirándoles grampas con hondas desde el segundo piso al lobby a
los que se sentaban a disfrutar de la lectura de un plomizo Granma
aderezado con el aire acondicionado, o les lanzábamos limones desde la
parte trasera de la piscina a la calle, o huevos desde el piso 21 para
que se llevasen un buen susto mientras debían regresar a sus casas a
cambiarse la ropa salpicada de yema.
Ronnie vivía también en aquel edificio de 25 plantas, el Hotel Habana
Libre, en el piso 19, yo en el 21. Mis hermanos y mi madre ocupábamos
dos habitaciones desde las cuales se veía el Hotel Nacional, el edificio
Foxa y el Someillán, daban al mar, en una tercera que daba a la otra
cara de la ciudad, mostrando el barrio de El Vedado noqueado por la
Revolución, dormía mi abuela. Ronnie era hijo de Huey Newton (foto),
quien fuera cofundador de los Panteras Negras norteamericanos, una
agrupación del poder negro de moda por aquellos años convulsos, ellos
estaban exiliados como nosotros.
También rompíamos la paciencia saltando de balcón en balcón y lanzando
lo que fuese que encontrásemos secándose sobre los sillones de paja y
cobre, pantalones, camisas, ropa interior o caracoles cobos y aguas
vivas como los que atesoraba aquel ruso, que un día me descubrió tras
haber lanzado sus preciados moluscos desde el piso 21 al tercero sólo
para verlos haciéndose añicos, formando un lío de proporciones que
alcanzó al Administrador del hotel, a la milicia y a mis mayores.
Carlitos Cecilia vivía cerca del parque la Pera, a más o menos un
kilómetro del hotel y muy cerca de la Anexa a la Universidad, la escuela
Felipe Poey donde ambos estudiábamos. Éramos compañeros inseparables en
el aula y mientras duraban los paseos por la calle, una vez entraba al
Hotel la realidad cambiaba, mudaba hasta el tono de la voz, levemente
retornaba hacia lo que quedaba ya de argentinidad en aquellas
consonantes sostenidas y vocales abiertas. Eran otros los amigos, los
juegos también, todo ello había nacido de la perversa orden dada por la
administración de que al hotel no podía entrar ningún cubano, ningún
niño amigo de la escuela podía subir a las habitaciones, a menos que
fuese familiar de un alto dirigente, y aún así precisaban un pase. La
administración tenía orden de que los de afuera no pasasen de solamente
sospechar los privilegios que disfrutaban los de adentro.
Esta ordenanza me ayudó a desarrollar una doble vida, como Mr. Hyde y el
doctor Jekyll. Mientras afuera del hotel iba creciendo a pasos ligeros y
convirtiéndome en el justiciero de mis amigos y un habanero más, dentro
me transformaba en un eterno crío travieso que sólo pensaba en
importunar y divertirse de manera compulsiva con los demás exiliados.
Durante medio año que estuve faltando cada tarde a las clases de séptimo
grado en la Felipe Poey, iba primero a su casa y nos dedicábamos a
cocinar tortillas con lo que hubiese en la alacena, el padre era militar
y conseguía latas de cosas que con la libreta no se conseguían, así que
contábamos con cierta variedad de ingredientes. Por supuesto todo era
limitado y un día la madre pegó el grito en cielo, y Carlitos les tuvo
que decir lo que hacíamos aunque se echó la culpa a sí mismo
garantizándose un buen castigo, cuando en realidad el instigador de las
faltas a clase y las prácticas culinarias era siempre yo.
No trascendió al Hotel aquel desliz y pude continuar faltando a clases,
tenía pesadillas en que me descubrían, que me enviaban un miliciano de
los que me solía detener por hacer travesuras en el Hotel y averiguaba
que no había ido a clases en los últimos meses, se lo contaban a mi
padre que estaba preso en Argentina pensando que nos estábamos formando
como buenos revolucionarios y le causaba un disgusto; me despertaba
transpirando y lo volvía a hacer con más ahínco.
Entonces fue que Carlitos me invitó a la primera fiestecita con música
lenta de noche y me presentó a Moraima, que me tenía fichado, a mí me
venía bien cualquier cosa para dar mi primer beso, que solamente lo
había podido casi saborear en la persona de alguna prima o la hermana de
algún amigo del Hotel a hurtadillas, robado en un trance de algún juego.
Fue la primera vez que toqué pechos, los sobé, los apreté con fruición,
difícil olvidar aquella emoción, me entusiasmé bailando con la
entrepierna de Moraima, el vaquero fue áspero, por suerte ella tampoco
sabía mucho de nada, ya que yo solo había besado mi antebrazo
practicando con un morreo prolongado.
Carlitos ya había "apretado" alguna vez y hablaba de ello como de algo
muy especial, desde aquel día comprobé que en efecto era mágico, incluso
hoy pienso que el placer de ciertos besos en posición de pie, estando
vestidos, pudiendo permitirse alguna licencia como acariciar los senos o
tocar el sexo por encima de la ropa pueden ser momentos exquisitamente
tensos, para aquellos y otros blue jeans menos acartonados.
Después de esa ocasión estuve como dos años sin apretar, pero me servía
de aquella experiencia que se enriquecía con el aporte de la imaginación
cada vez que la sacaba a pasear en los relatos varoniles, para el simple
recuerdo o para las mullidas memorias noctámbulas. Carlitos me había
hecho un favor impagable, lo probó el tiempo que debió transcurrir hasta
que pude acceder por propios medios al área íntima de otra chica. Los
cuatro meses siguientes ya que no podía ir a su casa me iba al zoológico
de El Nuevo Vedado y llegué a hacerme amigo de un chimpancé que tendría
mi edad, era mi alter ego. Llegué a tener una gran amistad con ese
animal, el cuidador me permitía acercarme hasta la jaula y pasábamos
horas mirándonos e intercambiando las galletitas para monos que yo le
daba y las medias naranjas que él me convidaba, se podía hablar con él
sin tapujos, desde la una hasta las cinco había muy poco público.
Entonces, además de la realidad del hotel, la de la calle y la escuela
incorporé una tercera, las rejas del mono estaban también en mi cara.
Aquel preso no hacía reproches por conducta poco revolucionaria.
Ronnie tenía dos años menos que nosotros pero nos sacaba media cabeza.
Una tarde que me había visitado Carlitos y que había conseguido en la
administración que le diesen un pase que no permitía entrar a
restaurantes pero sí estar por el Hotel, Ronnie quería jugar a las
escondidas en el Salón de los Embajadores, que estaba restaurándose y
era inmenso, repleto de recovecos. Yo estaba entre la costumbre de
seguir a mis amigos del hotel en los juegos aún infantiles, y el pudor
que me daba con Carlitos ya que dados sus hábitos suponía que
consideraría aquello un poco ridículo. Pero él mismo se enchufó y se
entusiasmó de tal manera que llamamos a otros muchachos.
En una ocasión le tocó a Carlitos buscar, Ronnie y yo habíamos subido
por una escalera de cabillas de hierro incrustadas en la pared dentro de
un agujero con paredes de cemento. Estaba oscuro en lo alto y al
acercarse, Carlitos se persuadió de que arriba había gente y empezó a
decir nombres al azar para ver si adivinaba, lo cierto es que si
acertaba no había manera de ganarle corriendo hasta la base, así que
había que intentar que subiese hasta arriba y saltar del agujero al
mismo tiempo que él para tener una chance. Comenzó a subir y de repente
dijo el nombre de Ronnie. Y cuando comenzó a bajar, yo vi como le caía
un líquido sobre él y al girar la cabeza buscando a Ronnie, vi que había
pelado la habichuela y estaba orinando a mi amigo de afuera del Hotel en
la cabeza, mientras Carlitos decía- -Oye que mal perder tienes, no me
eches agua que me estás empapando!. Entonces, aguzó el olfato y el tacto
y se dio cuenta de que no era agua, yo reprendí a mi amigo del Hotel que
reía a carcajadas y bajé inmediatamente a contener a Carlitos, eso para
él era un asunto muy serio, en Cuba cualquier líquido en la cara que no
fuese agua o ron podía saldarse con más que una buena pateadura, ¿pero
una meada?, por una meada hasta yo habría sido capaz de soltar los puños.
A duras penas conseguí llevarme a Carlitos abajo, rogándole que no
formase lío ya que encima llevaba las de perder. Lo acompañé hasta su
casa y no dejé de escucharlo decir que lo buscaría por todos lados y le
metería con un bate de beisbol, con una cabilla, con una chaveta, en fin
estaba hecho un basilisco, y aunque Ronnie lo había hecho en broma yo
había visto a Carlitos en la escuela fajarse con una pandilla y empatar
la bronca. Provenían de sitios irreconciliables como el Hotel y la
Ciudad, pero eran mis amigos.
Cuando regresé al Hotel lo fui a buscar al piso 19 y me dijo que lo
sentía mucho, que fue un impulso y que iría a pedirle perdón, le dije
que encima si había bronca culparían al cubano, me dijo que no, que él
diría lo que pasó, Ronnie era muy noble, puro corazón pero ese día había
perdido un tornillo.
A los pocos días, llevé a Carlitos al Hotel nuevamente para que
sellaran las paces, pasamos el día charlando y esa tarde hasta fuimos a
comer los tres a la cafetería, nadie nos dijo nada, ni la camarera ni el
capitán, nadie molestó aquella ocasión.
La semana pasada mi hijo pequeño me preguntó si yo había tenido amigos
que ya estuviesen muertos, íbamos caminando por la cima de un monte, un
viento fresco me dio en la cara y recordé cuando regresé de Argentina a
Cuba a los 22 años y fui a buscar a Carlitos a su casa, entonces la
madre, el padre y el hermano me dijeron: Si quieres verlo ven con
nosotros ya mismo, porque le quedan dos o tres días. Y en el camino al
oncológico me contaron que había desarrollado un tumor bestial en los
pulmones, y que le habían amputado un pulmón, un brazo, un omoplato,
una clavícula y ya habían desistido.
Entré en la sala y lo vi en la cama, me recibió con una sonrisa, no
recuerdo lo delgado que estaba ni su estado gravísimo, sino su ánimo, me
abrazó al borde de la cama y me dijo: "Martín tú me ves así, pero cuando
salga de aquí formamos una fiesta, yo voy a seguir tocando el piano con
el brazo que me queda, incluso mejor ¡y tú verás que las muchachitas se
van a volver locas con nosotros!" Pasé una hora con mi amigo que estaba
lleno de vida, los ojos le brillaban y su voz era fuerte, a un paso de
la muerte no estaba rendido. Salí de aquel cuarto vacío y en efecto
cuando regresé a su casa al cabo de una semana ya había fallecido.
Hace dos años mientras recordaba algún pasaje del Hotel habana Libre, me
dio por buscar a mi amigo Ronnie por enésima vez pero esta con la ayuda
de Internet, cosa con que otrora no se podía contar. Le había perdido la
pista hacia el año 1978 cuando había regresado a los Estados Unidos, ya
que el padre había preferido enfrentar la prisión y que la familia
viviese en su tierra y varias veces había intentado saber que habría
sido de su vida.
Me enteré de que habían matado al padre en extrañas circunstancias y que
posiblemente Ronnie habría presenciado quien había sido. Un par de años
más tarde cuando estaba por celebrarse el juicio del presunto asesino de
su padre Huey, unas pocas horas antes de declarar, mi amigo Ronnie,
quien desde los diez años en el Hotel, para poder quedarse hasta más
allá de las siete de la tarde jugando con los demás muchachos hacía los
cuarenta largos de piscina que el padre le ponía de condición, apareció
ahogado en la orilla de un lago cercano al lugar del juicio. Lo supe
diecinueve años después de los hechos.
-Sí- le dije a mi pequeño vástago- se llamaban Carlitos Cecilia y
Ronnie Newton.
Y entonces recordé el día del juego de las escondidas. Y el Habana
Libre, y la fiestecita con Moraima, los chicles norteamericanos y las
tortillas de carne rusa y me acordé de aquel chimpancé que, cuando nos
encontrábamos, no se sabía a cuál de los dos resguardaban más las rejas.
Quien también fue un buen amigo y tal vez continúe con vida.
http://america.infobae.com/notas/57640-Infancia-de-privilegios-en-el-Habana-Libre-de-Cuba
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